martes, 1 de septiembre de 2009

Felipe Moncada Chile

Felipe Moncada nace en Chiloé en 1973. Realiza estudios universitarios en la Universidad de Santiago de Chile. Actualmente se desempeña en la elaboración de textos de física para la enseñanza media. Ha publicado los siguientes libros: Irreal (ediciones El Brazo de Cervantes, Santiago, 2004), Carta de Navegación (Imprenta Almendral, San Felipe, 2006), Río Babel (Ediciones Casa de Barro, San Felipe, 2007), Salones (plaquette, Ediciones Alquimia, Santiago, 2008), Músico de la Corte es su cuarto título individual. Además de dirigir la revista La Piedra de la Locura el año 2007 obtuvo la Beca de Creación Literaria del Consejo Nacional del Libro y la Lectura. Actualmente, su residencia se alterna entre Valparaíso y el valle del Aconcagua.









EL TREN


Si sopla un domingo, si pálida muerde tu casa, el ciruelo que se moja en la lluvia, deja el partido de ajedrez, tu asiento en el teatro y sin rostro mira fijo hacia lo oscuro, hacia lentas lámparas de plasma que mantienen encendida la noche.

Toma el bus de la muerte a la hora que los terminales se barren, y los que viajan, ya olvidados por sus familias, ven pasar pueblos de agua bajo círculos eléctricos.

El tren de los desvelados cruza estaciones de madera, cementerios, ríos con nombre de pájaro, botillerías y bencineras, viejas catedrales de neón a la distancia.

Y si por algún motivo nadie te espera, habrá una cafetería abierta y un maestro de cocina que relata la historia de un crack en la desgracia, y habrán moreros en el barrio de los turcos y una gitana te pedirá monedas cuando pases bajo el puente, pero tu ya sabes tu suerte, la de andar mojándose bajo las flores, pues la lluvia es una lámpara que alumbra desde adentro.









CIRUELOS Y VILLANOS


De barrios en la penumbra y trasnoche, cafeterías y balcones vacíos, cae un temblor de persianas. En rutas perdidas de taxi, una película de los setenta con policías de color, pandilleros y clubes con puerta de flúor.

Todos se han ido del barrio y los ciruelos de la calle son la torcedura, han huido las ancianas que arriendan pieza y solo queda un tejedor de totora frente a un palacio cubista.

Trozos de sol recortados en la mesa: me siento en la plaza, metafísica de palomas y crujir de viento, pues la hora es siempre la misma, aunque los palomos corcoveen o neonazis pasen corriendo al paraíso del odio.

Los ciruelos de la villa como parodia de un Japón de papelillo, con almacenes abiertos, grandes bebidas y dueño de boliche con pandillas y tráfico, parlante y papas fritas con merca.

Aunque los jardines vean caer una lluvia de pétalos sobre quiltros y señores de cien años poden un canelo, los muchachos fuman yerba en una caja de antibióticos y comentan las ventajas del Sol o una riña del fin de semana.





EMBARCACIONES DE INVIERNO


La lluvia de los barriales de Chillán, en poblaciones perforadas por el viento, harapo que espanta a los pájaros hambrientos y sin canto de los crepúsculos bíblicos. Las mediaguas enterradas en el barro, embarcaciones que los violines del viento hacen naufragar entre hielo y techos de lata que suben al cielo en espiral, imitando a la polilla que cae hacia el pobre sol de las velas.

La lluvia dura de Temuco, el monótono corazón de Arauco, manta negra sin deshacer la niebla donde trenes y caminantes se pierden hacia el ruido de balazos, que nadie sabe para quienes fueron, si fueron reales o si solo fue un martillo golpeando los metales del hambre y el despojo.

La lluvia con sol a orillas del Cautín, colgando de un cielo verde, donde tiuques dan gritos de trueno y maldición de brujos, usando el aire para caer dando vueltas sin voluntad y con gran escándalo. La que moja los ciruelos que ayer gotearon escarcha y sostuvieron el beso de los amantes o la modorra del vino.

La lluvia fina de Talca, señorita gris enferma de melancolía por los puentes y por el vapor de garza Piducana. Lluvia gigantesca de las Alamedas. Agua blanca de cementerio que se cuela hasta los náufragos que florecerán por la boca, donde se acumula un océano negro y salado de carbón. La que cae sin compasión por los vencidos, en los vagones devorados por óxido y neblina.

Lluvias crueles de campamentos, filtrando la piel seca de cerros, vientos de poleo, fluor de algarrobo, espino en la nebulosa. Agua que la primavera en reposo, guarda en su médula de hembra herida.

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